OPINIÓN Por Raúl Allain (*) En el Perú, el populismo no es una novedad: es una constante. Lo hemos visto con diferentes rostros, con distintos discursos, pero con el mismo resultado. Promesas de justicia social, de dignidad para el pueblo, de lucha contra los poderosos... y, sin embargo, tras la retórica inflamable y las arengas de plaza, el país sigue hundido en la desigualdad, la corrupción y la desconfianza. El populismo se disfraza de redentor, pero su verdadera misión suele ser más simple: conquistar poder a través del control simbólico, usando el lenguaje de la justicia social como cortina de humo. En el Perú, esa estrategia ha alcanzado niveles casi teatrales. Se habla del “pueblo” como si fuera un monolito homogéneo, pero se lo reduce a una palabra vacía, una herramienta discursiva para manipular emociones. Quien dice “yo soy el pueblo” pretende adueñarse de su voz, pero casi nunca comparte su destino. Es una fórmula antigua, repetida por políticos que encontraron en el lenguaj...
