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Triunfó la rebelión: la militancia dijo NO a la clandestina Gran Coalición

OPINIÓN de Joan del Alcàzar.- En octubre pasado, antes de la investidura de Rajoy, escribí un artículo bajo el título “La difícil [pero necesaria] rebeldía de la marinería socialista: sólo se puede decir No al PP y a Rajoy”. En él decía que era imposible entender cómo había actuado el PSOE desde las elecciones generales de diciembre de 2015 hasta entonces. Imposible, incluso, razonaba, si prestábamos exclusivamente atención a la lógica partidaria o a lo que tan pomposamente llaman los intereses de España. Sin embargo, escribía un servidor: “si nos preguntamos cómo es que los llamados barones y algunos elementos de la vieja guardia felipista han trabajado en contra de su propio secretario general, Pedro Sánchez, no encontramos otra respuesta que la que conecta esta táctica a una estrategia pactada entre las élites políticas y económicas españolas -lo que los anglosajones llaman el establishment- según la cual los dos grandes partidos sistémicos -el PP y el PSOE- son los únicos autorizados para acceder al timón del Estado”.
El artículo finalizaba, no obstante lo anterior, atendiendo a unas débiles señales que se recibían desde el interior del barco socialista. Una parte, pequeña pero combativa de la marinería parecía no resignarse a los dictados de la dirección del PSOE. En ese sentido escribí: “parece que aún hay militantes y ciudadanos en la periferia partidaria que no se resignan y creen que es posible recuperar esa organización política. Es difícil imaginar qué, decididos a la rebelión, convencidos de que no queda otra que el motín, tengan alguna probabilidad de victoria. Pero, pensando más en el futuro que no en el tiempo próximo, no les queda otra opción que negarse a la humillación de hacer presidente a Rajoy. Hoy por hoy es, muy probablemente, la única forma de mantener la honorabilidad de unas siglas históricas, de un partido que no fue creado por un obrero tipógrafo en 1879 para que sus dirigentes tuvieran como objetivo final conseguir un sillón en los consejos de administración de las más grandes empresas multinacionales”.

Pues bien, pasados ocho largos meses en los que todo parecía atado y bien atado en la Calle Ferraz, la rebelión se produjo y, además, triunfó.

La señora andaluza ha sido derrotada, y todo su séquito de próceres, insignes, notables y muy principales dirigentes tratan de digerir qué ha pasado. Rodríguez Ibarra, el estrafalario y anacrónico ex presidente extremeño –que se negó a participar en las primarias- al que le gusta dar golpes de efecto en calidad de verso suelto en el partido, ha explicado que el resultado de la elección solo se entiende por la deriva ácrata de la militancia, la pobre, siempre dispuesta a decir no a los que mandan, también en el partido de los socialistas. Vaya imagen tiene el caballero de sus compañeros de partido.

No, no ha sido la acracia la que explica la debacle de la Armada Invencible Susanista. Ha sido el asco, la repugnancia, el hastío de una buena parte de la militancia socialista, poco más de la mitad de los afiliados, lo que ha causado el vuelco imprevisto por la inmensa mayoría de analistas y opinadores.

La repulsión provocada por la connivencia con el PP de Rajoy, la que explotó tras la vergonzante abstención de la mayor parte del grupo parlamentario socialista en el pleno de investidura, realizada tras la ejecución sumaria del Secretario General del Partido, Pedro Sánchez, en el Comité Federal del 1 de octubre de 2016, ha sido el combustible que ha alimentado el motor del proceso que ahora ha finalizado con la vuelta triunfal de aquél al que llaman, no sin razón, El Renacido.

¿Cómo es posible que tan egregios mandarines fueran tan, pero tan ignorantes del sentir de más de la mitad de sus afiliados? ¿Cómo entender que tan ilustres y experimentados políticos se creyeran que la señora andaluza era una apuesta virtuosa? ¿Cómo digerir que tan afamados dirigentes estuvieran convencidos que la clandestina Gran Coalición que de hecho habían rubricado con los del PP iba a ser asumida, sin más, con obediencia franciscana, por el común de sus militantes, especialmente aquellos que ni tienen cargos ni los esperan?

Produce escalofríos constatar, de tanto en tanto, en manos de quiénes estamos. Si estos dirigentes, estatales, regionales y locales, están sordos y ciegos ante lo que pasa en su propio partido con su propia gente, ¿qué sabrán de lo que ocurre más allá de sus muros partidarios, de lo que ocurre en la sociedad, de lo que piensan, sienten y padecen los electores que tienen el corazón a su izquierda?

Veremos qué hacen Pedro Sánchez y los suyos, que no lo tienen nada fácil por cierto. Han vencido a todo, absolutamente todo el establishment, pero ésta ha sido solo la primera gran batalla. Ahora hay que ir al Congreso y ganarlo también, y hay que aprobar un programa que resulte ilusionante para el electorado progresista y reformista, con alta sensibilidad social. Un electorado al que se le proponga un futuro, no al que se le cuenten historietas de lo que fue la época dorada socialista. Unos votantes a los que se les ofrezca un modelo de Estado en el que las distintas sensibilidades nacionales tengan cabida en armonía y sin mordazas.

No será fácil, no. Pero convendría que los nuevos dirigentes hicieran explícita su convicción de que para los electores de derecha ya hay dos opciones: la del PP para los más recalcitrantes, y la de Ciudadanos para los más modernos; así como que el PSOE se ubica en la izquierda reformista, de manera inequívoca.

Además, independientemente de los cálculos electorales, esa nueva dirección debiera hacer bandera de su negativa a cualquier tipo de colaboración con un partido como el que comanda Rajoy, que es un auténtico peligro para la democracia española. La corrupción que lo ahoga en sus propias aguas fecales, su ineptitud ante la situación que se vive en Cataluña y su insoportable manipulación de la Justicia, exigen que todos los representantes de la ciudadanía progresista colaboren para echar al PP del poder. Ese debiera ser el objetivo número uno de Pedro Sánchez y su renovado equipo, sin alcanzar el cuál poco puede hacerse para enderezar el rumbo de una España que navega a la deriva con un capitán al que hay que relevar del mando cuanto antes.




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