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"A Hanna le importaban todas las personas que lo rodeaban"



©Francois Photo Centre

Hanna Lahoud, de 37 años, murió el pasado 21 de abril en Yemen, luego de que hombres armados desconocidos le dispararan. Patrick Youssef, Fadi Farra y Majda Flihi, amigos y compañeros, rememoran la pasión con la que Hanna vivía la amistad y el amor que sentía por la misión de la Cruz Roja.

Era una adicción. O quizá, simplemente, dedicación y pasión. Da igual; a Hanna le encantaba.

¿Cuál era esa adicción? Trabajo nocturno no remunerado para la Cruz Roja Libanesa en una ambulancia. Una noche por semana y un fin de semana por mes. Ataques cardíacos, accidentes automovilísticos, RCP: veíamos de todo y sabíamos que nuestro trabajo servía mucho. Todos sentíamos esa euforia, esa adicción tan positiva.

Julio de 2002, miércoles. Esa noche, los tres —Patrick, Fadi y Hanna— hicimos nuestro primer turno juntos. Hanna tenía 22 años. La primera vez que habló por radio desde la ambulancia estaba tan entusiasmado, que las palabras le salieron cantadas, lo que le valió su apodo de ahí en más en la Cruz Roja Libanesa: Bouha, un derivado de Sabah, nombre de un famoso cantante.

Hanna trabajó ocho años para la Cruz Roja Libanesa. Fue creciendo rápidamente, hasta llegar a ser jefe de un equipo de sesenta paramédicos que cubrían la mitad de Beirut. Fisioterapeuta de formación, se empeñaba en realizar una labor ejemplar como paramédico. En los accidentes, era meticuloso con las víctimas, a quienes trataba con empatía y humanidad.

La experiencia de trabajar en equipo en la ambulancia es tan intensa, que uno logra impregnarse de los siete Principios Fundamentales y del espíritu del Movimiento. Cuando uno lleva el voluntariado en la sangre, el impulso de llegar al terreno es puro, por lo cual el Comité Internacional de la Cruz Roja era la continuación lógica para él.

Hanna se sumó al CICR en 2010 con el objetivo de llegar a lugares donde pudiera prestar su ayuda al máximo. Su primera misión fue en el ámbito de la detención, en Túnez. Recuerdo su sorpresa ante lo rápido que se le presentó la oportunidad de ocupar un puesto de gestión como jefe de oficina en Tinduf, en el sudoeste de Argelia. Un lugar bastante remoto, prácticamente un desierto, nada fácil para vivir. Sin embargo, él se propuso asumir una actitud positiva.

Luego le tocó visitar la prisión de Guantánamo, en calidad de jefe de oficina en Irak, país donde conoció a Patricia, su esposa.

A principios de 2014, los enfrentamientos se libraban a toda furia en Ramadi. Hanna y su equipo organizaban una distribución de alimentos para quienes huían de Anbar. Una noche, durante una cena en medio de una lluvia de disparos y bombas, Hanna salió y gritó a viva voz: "¿Acaso ustedes no comen? ¿No duermen? ¿No se detienen a rezar? Nada más pedimos quince minutos de paz para cenar."

Al poco tiempo, se enfermó. Hubo que trasladarlo por razones médicas antes de la distribución.

Hanna quería incluir en esta actividad tan importante a los conductores y administrativos que trabajaban con él. Su actitud al respecto se resume en la frase "Para esto trabajan, así que merecen ser parte de ello". Majda, una de sus grandes amigas en la delegación, le contó por teléfono que la distribución había sido un éxito. "¡Al fin se concretó!", exclamó Hanna con felicidad.

Pronto se confirmó la causa de su enfermedad: cáncer. Hanna se lo contó a pocas personas. Comenzó la quimioterapia y sintió la desilusión de no poder volver a Ramadi. El equipo organizó una llamada por Skype en la que se derramaron muchas lágrimas; estaban entre las pocas personas al tanto del cáncer. Hanna había generado una verdadera transformación en el personal y era una persona muy querida.

Cuando perdió el cabello por la quimioterapia, se compró unas llamativas pelucas de colores y se paseaba por los pasillos del hospital haciendo reír a todo el mundo. Al tiempo, los médicos le pidieron que volviera para ayudar a otros pacientes oncológicos. El tratamiento llevó ocho meses; un año, contando la fase de recuperación. En noviembre, Hanna anunció orgulloso por Facebook que había ganado la batalla contra el cáncer, una enorme victoria para su salud que le permitió regresar a trabajar en la sede del CICR. Tiempo después, Hanna y Patricia se casaron y fueron asignados a Guinea Conakry.

Hanna se indignaba fácilmente ante la injusticia y la falta de honradez. Si bien tenía una veta cómica, no toleraba ningún tipo de ofensa. Por suerte, tardaba poco en volver a la calma y a su actitud alegre. Trataba a todas las personas por igual —como seres humanos y compañeros— no como subordinados o empleados. Cuando yo estaba en Argelia y mencionaba que era de Líbano, me decían: "¿Conoces a Hanna?". Conocerlo te abría puertas.

En el funeral que tuvo lugar en Beirut, reinaba un clima de pérdida injusta. Aunque tenía apenas 37 años, Hanna dejó un fuerte legado, y no es algo que yo diga con frecuencia. Capacitó a una generación de voluntarios. Durante toda la ceremonia, la sensación era la de una pérdida nacional: el presidente libanés tuiteó sobre Hanna, asistió al funeral un ministro del Gobierno, y le otorgaron a nuestro compañero una medalla de honor. Viajaron tantas personas desde tantos países para despedirse.

Tengo total seguridad de que hay quienes no nacen solo para vivir, sino también para enseñar algo a los demás. Él enseñó mucho a innumerables personas, sobre todo en relación con la justicia, la honestidad y el verdadero significado de la amistad. A Hanna le importaban todas las personas que lo rodeaban.

CICR




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