Por Mauricio Casta帽o H
Historiador
Colombiakr铆tica
El trastorno dice bien del desajuste interior de una persona, en esencia es un cuerpo que invade al otro, algo as铆, como suele decirse, que uno nunca se suicida, sino que uno mata al otro que hay en m铆, al otro intruso que se apoder贸 de m铆, de mi yo. El otro invade al Yo, me disolvi贸, y por supuesto nos despoj贸 de nuestra identidad, all铆 prevalece ese trastorno que lo niega a uno para finalizar con la muerte como remedio, como soluci贸n o disoluci贸n.
Pero ese es un caso extremo, lo dem谩s, lo que permanece en el intermedio, en la ambig眉edad, no deja de dar sus rebotes, de ir de un lado para el otro sin saberse, sin tener un lugar propio d贸nde plantarse. Viene a bien el ejemplo de la piedra que cae sobre el agua cristalina y en su agitaci贸n de las part铆culas calmas o asentadas, la vuelve turbia, as铆 mismo sucede con el Yo, en cualquier momento algo se agita, se detona y todo se vuelve confuso al punto de poner en peligro la propia identidad, amenaza con diluirla, es una perturbaci贸n desequilibradora. Todo se juega en la pr谩ctica, en lo efectivo, en la vida real.
«No es la certidumbre la que nos vuelve locos, es la duda. El trastorno vendr铆a de que el enfermo como el propio mundo, no puede constituirse. Ni 茅l, ni su universo, ni el uno ni el otro, ni lo uno por lo otro. Si el afuera vacila demasiado, el adentro no puede resistir y ser谩 arrastrado; inversamente: falto de una inteligencia s贸lida, anclada, que pueda construir su medio y organizarlo, 茅ste cae en el caos, lo que afecta de rebote. ¡No separemos el yo de lo que lo rodea!» (Dagognet, El Trastorno, 茅stas l铆neas son una invitaci贸n a leerle).
El yo emp铆rico se hace a un mundo el cual representa, cada quien ve la realidad seg煤n sus lentes que lleva puestos. Son los mitos los que se piensan en los hombres y no a la inversa. La cotidianidad teje la vida personal y colectiva. El mundo real es sedimentaci贸n cubierto por nuestras percepciones, yo soy yo y mis circunstancias, quiz谩s una especie de narcisismo que peligra alejarse de la realidad, de no tener polo a tierra. Nos movemos en una frontera resbaladiza del adentro y el afuera, del yo emp铆rico y del yo que representa, lo privado y lo p煤blico.
Por lo general, lo privado, nuestra isla de intimidad, sobrecarga lo p煤blico o el vecino que afecta apelando sus derechos sobre los dem谩s, el fumador se defiende pero no sabe responder por el humo que no controla e invade a sus colindantes. O en los espacios comunes se hace una ocupaci贸n abusiva, obstruye los pasos comunes, las servidumbres, retiene el ascensor m谩s de lo acostumbrado poniendo a la demasiada espera a los otros, es un repliegue individualista que compromete, intercepta la existencia de los otros.
A falta de un territorio totalmente cerrado que nadie pueda interceptar o importunar, se requiere de una playa de intimidad para salvaguardarnos de la mirada extenuante de los otros, para salvarnos de perdernos a nosotros mismos, las distancias son necesarias para reafirmamos en lo que somos y en lo que hemos dejado de ser. El espacio configura la existencia, uno y otro son indisociables, inseparables. No existe humo sin fuego.
Lo que m谩s se oculta no para de exhibirse, todo es captado por la vigilancia planetaria. La lengua sirve para lo mejor y para lo peor, intoxican a quienes padecen maldades e injurias, un juria, ataque sin fundamento. Turbulencias, caos, contingencias, formas de decir las conflictividades que definen la vida y los trastornos son superposiciones que esculpen el yo para tener tierra firme, poder anclarse en la solidez, lejos de la deslocalizaci贸n que amenaza con hundirnos y perdernos, deshilacharnos hasta la alucinaci贸n.

